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marchó.
David regresó al día siguiente.
Se saludaron de un modo algo forzado, pero cuando ella le contó lo ocurrido, él se acercó y la rodeó
entre sus brazos.
David quiso hablar con McCourtney, así que acudieron a su despacho en un cuartito del sótano.
¿Cómo podemos protegernos?
le preguntó David.
¿Tiene pistola?
No.
Podría comprarse una. Le ayudaré a conseguir la licencia.
Estuvo usted en Vietnam, ¿verdad?
Era capellán.
Comprendo. McCourtney suspiró . Procuraré tener vigilada su casa, R.J.
Gracias, Mack.
Pero cuando salgo de patrulla he de cubrir un territorio muy grande añadió.
Al día siguiente, un electricista instaló focos en todos los lados de la casa, con sensores térmicos que
encendían las luces en cuanto una persona o un automóvil se acercaban a menos de diez metros. R.J. llamó a una
empresa especializada en sistemas de seguridad, y un equipo de operarios se pasó todo un día instalando alarmas
que se dispararían si algún intruso abría una puerta exterior, y detectores de calor y de movimiento que
activarían la alarma si a pesar de todo alguien conseguía introducirse en la casa. El sistema estaba diseñado para
avisar a la policía o a los bomberos en cuestión de segundos.
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Poco más de una semana después de instalar todos los artilugios electrónicos, Barbara Eustis contrató a
dos médicos con dedicación completa cara la clínica de Springfield y pudo prescindir de R.J., que recobró sus
jueves libres.
Al cabo de unos días, tanto David como ella prescindieron en gran medida del sistema de seguridad.
R.J. sabía que los activistas ya no se interesarían por ella; al enterarse de la llegada de dos médicos nuevos,
pasarían a concentrarse en ellos. Pero aunque volvía a ser libre, a veces no podía creérselo. Tenía una pesadilla
recurrente en la que David no había regresado, o tal vez se había marchado de nuevo, y los tres hombres venían a
por ella. Cada vez que despertaba sobresaltada por este sueño, o porque la vieja casa crujía bajo el viento o
gruñía como suelen hacer las casas artríticas, extendía la mano hacia el cuadro de mandos situado junto a la
cama y pulsaba el botón que llenaba el foso electrónico y sacaba los dragones a patrullar. Y luego buscaba a
tientas bajo las sábanas para ver si realmente había sido un sueño.
Para ver si David aún estaba allí.
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51. La contestación a una pregunta
51. La contestación a una pregunta
Cuando R.J. escribió a los directores de diversos hospitales para informarles sobre las oportunidades
que ofrecía la práctica de la medicina en las colinas de Berkshire, puso de relieve la belleza de la campiña y las
posibilidades de caza y pesca. No esperaba un diluvio de respuestas, pero tampoco que su carta no obtuviera
ninguna contestación.
Así pues se sintió complacida cuando por fin recibió una llamada telefónica de cierto Peter Gerome,
quien le explicó que había realizado una residencia en medicina en el Centro Médico de Nueva Inglaterra y otra
especializada en medicina familiar en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts.
En estos momentos estoy trabajando en un departamento de urgencias mientras busco un lugar para
instalarme en el campo. ¿Podría venir a visitarla con mi esposa?
Vengan en cuanto puedan contestó R.J.
Concertaron una fecha para la visita y esa misma tarde le envió al doctor Gerome las indicaciones para
llegar a su consultorio, transmitiéndoselas por medio de su última concesión a la tecnología, un fax que le
permitiría recibir mensajes e historiales clínicos de los hospitales y de otros médicos.
La inminente visita la dejó pensativa.
Sería mucho pedir que el único que nos ha contestado resultara satisfactorio comentó con Gwen,
aunque de todos modos deseaba que la visita fuese atractiva . Por lo menos verá el paisaje en su mejor época;
las hojas ya han empezado a cambiar de color.
Pero, tal como a veces ocurre en otoño, el día anterior a la llegada de Peter Gerome y su esposa empezó
a caer una lluvia torrencial sobre Nueva Inglaterra.
El aguacero tamborileó sobre el tejado de la casa durante toda la noche, y a R.J. no le sorprendió
descubrir a la mañana siguiente que los árboles habían perdido casi todo el vistoso follaje.
Los Gerome eran una pareja simpática. Peter Gerome era un joven corpulento que hacía pensar en un
osito de peluche, con cara redondeada, bondadosos ojos marrones tras unos gruesos cristales y un cabello casi
ceniciento que constantemente le caía sobre el ojo derecho. Su esposa Estelle, a la que presentó como Estie, era
una atractiva morena ligeramente gruesa, enfermera anestesista titulada.
Tenía un carácter muy parecido al de su esposo, con una actitud amable y sosegada que a R.J. le gustó
desde el primer momento.
Los Gerome llegaron un jueves.
R.J. los llevó a ver a Gwen y luego los condujo por toda la parte occidental del condado, con paradas en
Greenfield y Northampton para visitar los hospitales.
¿Cómo ha ido? le preguntó Gwen por teléfono al terminar la jornada.
No sé qué decirte. No es que dieran saltos de entusiasmo.
Me parece que realmente no son de los que dan saltos observó Gwen . Son de los que piensan.
En cualquier caso, lo que habían visto les gustó lo suficiente para volver de nuevo, esta vez en una
visita de cuatro días. R.J.
hubiera querido alojarlos en su casa, pero el cuarto de los invitados se había convertido en el estudio de
David. Había partes del manuscrito dispersas por toda la habitación, y él trabajaba febrilmente para terminar el
libro. Gwen todavía no estaba lo bastante instalada como para recibir huéspedes, pero los Gerome encontraron
sitio en una pensión de la calle Mayor, a dos manzanas del consultorio de R.J., y ésta y Gwen se conformaron
con invitarlos a cenar en casa todas las noches.
R.J. empezó a desear que se mudaran a la región. Los dos tenían una preparación y una experiencia
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