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afueras del pueblo, cerca del monumento y estudió a su enemigo mientras masticaba un
poco de carne de buey seca. Su estúpido animal ramoneaba las malas hierbas entre los
cactus de saguaro que separaban Ausper de la roca maciza. Hode apareció para
contemplar la altura con ojos atentos cuando se aproximaron los tres extranjeros. Se unió
al guerrero, dispuesto a esforzarse con él.
Cuando Hode preguntó por qué un hombre con tal prestancia de luchador como él
acudía a una región tan insignificante, Sarx-unlo dijo que «esa piedra es un adversario
más temible que cualquier hombre», o unas palabras similares. Cuando le preguntó qué
ganaría, escalando riscos tan traicioneros, el aventurero habló de recompensas
imaginadas, incluyendo la buena suerte de asesinar al ermitaño hechicero que suponía
debía de residir en una ciudadela como aquella. Hode sólo escuchó a medias al hombre
que fanfarroneaba llamándose a sí mismo el Asesino Hechicero, de quien nunca había
oído hablar. Sus pensamientos estaban en otra parte. De pronto, le interrumpió y aseguró:
¡Un día dominaré High Place!
Ese anuncio hizo que el atezado Sarx-unlo se echara a reír, dándose palmadas en las
rodillas. Pero cuando ofreció a Hode un trozo de carne de buey, el Asesino Hechicero
habló seriamente:
Si está preordenado, el dueño de High Place seré yo.
Posteriormente, Sarx-unlo murió en la misma base del risco, y Hode no se sintió
desilusionado por ello. Se habría sentido celoso en el caso de que otro hombre hubiera
alcanzado primero la cumbre de High Place. Sin embargo, el intento del guerrero
endureció aún más el firme propósito de un muchacho campesino común, y Hode tomó la
inquebrantable resolución de alcanzar el éxito allí donde habían fracasado hombres más
fuertes que él.
Escaló rocas amontonadas para ver dónde había caído el guerrero, tras dar un salto sin
grito, convertido en un montón de carne extrañamente contorsionada. Cerca del lugar
donde había caído Sarx-unlo, Hode descubrió una pequeña entrada que daba a una
caverna. Extrajo la espada intacta del cuerpo retorcido de Sarx-unlo y la utilizó como
palanca para apartar las rocas que cubrían casi por completo el agujero de entrada. A
continuación, se arrastró durante un trecho, pero se vio repelido por el olor nauseabundo
del estiércol de murciélago y por la silenciosa oscuridad. Tras haber memorizado el lugar
donde se encontraba aquella entrada de acceso tan difícil, dejando la espada allí cerca,
como señalización, Hode regresó a su casa.
Transcurrieron muchos días. Todas sus ideas cuando estaba despierto, todos sus
sueños y pesadillas, e incluso sus fantasías masturbatorias estaban obsesivamente
relacionadas con el incontrolable deseo de ascender aquellas torres negras y peladas. Sin
embargo, también sentía miedo, pues sabía que no era más que un niño, más pequeño y
menos fuerte que otros de su misma edad. Seguramente, High Place se reiría de él con
mayor facilidad de lo que se había reído de Sarx-unlo el Asesino Hechicero.
Un mediodía, mientras la madre de Hode servía una taza de caldo humeante a su
esposo y a su hijo, comentó que el chico comía como un pájaro y se hacía cada vez más
introvertido, en proporción directa con su creciente delgadez. Su esposo la hizo callar y
dijo que todo joven en crecimiento pasa por un período letárgico, y que Hode también
pasaría el suyo. Y palmeó al chico en la espalda. Pero secretamente sentía los mismos
temores que su esposa, pues Hode siempre había estado enfermo y débil y no había
llevado una vida ruda en el campo.
Más tarde, Hode y su padre trabajaron en los campos polvorientos, aunque Hode no
fue de gran ayuda. Su atención se distraía de las tareas que tenía que realizar, atraída por
la arquitectura antinatural de High Place. Hasta entonces, su padre nunca le había
regañado por su inutilidad, pero ese día la carga del chico era más pesada de lo habitual.
Le había encargado la más ligera de las tareas, pero ni siquiera había podido terminarla.
Eso, unido a lo improductivo del suelo, a un verano sin lluvias y a las poco engordadas
aves de corral, hizo que el padre de Hode se desmoronara bajo las presiones a que se
veía sometido. Mimado hasta entonces en cuanto a su ineptitud, a Hode no le sentó bien
el ligero rapapolvo que le dio su padre.
Aquella noche, su padre acudió a disculparse por haberle llamado cosas tan
desagradables, pero ya no pudo encontrar a Hode. Éste había llenado una caja con
comida, pedernal para hacer fuego y otros objetos de supervivencia, y se había
marchado. Su madre se lamentó, pensando que las bestias de la pradera devorarían a su
único hijo. El padre, que se sentía culpable, aseguró que saldría en busca de Hode, y que
no abandonaría la búsqueda hasta encontrar o bien sus huesos, o bien sano y salvo para
reintegrarlo a la familia.
En el centro de aquella enorme y fétida caverna, Hode encendió un fuego. Estaba
sentado sobre la estalagmita redondeada, observando un delgado hilo de humo que se
elevaba hacia la oscuridad del techo. Estaba dispuesto a vivir allí para siempre,
alimentándose de los murciélagos que colgaban de sus perchas como las espinas de un
cactus, bebiendo el agua que contenía piedra caliza y que goteaba incesante de las
puntas de las estalactitas azuladas, y buscaría raíces para encender sus fuegos sólo en
las noches más oscuras, y no volvería a salir jamás a la luz del día.
Permaneció cavilando de este modo entre el azulado bosque de asombrosos dientes,
como un parásito en las fauces de una esfinge colosal. Observó las sombras móviles
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